¿El fin de la era de los extremos?

¿El fin de la era de los extremos?[1]

La historia del siglo XX está llegando a su fin, y está comenzando una nueva era. A la luz de los últimos acontecimientos, lo que algunos interpretaban como “el corto siglo XX” (desde el fin de la primera guerra hasta la caída del muro de Berlín), caracterizado como “la era de los extremos” por el historiador inglés Eric Hobsbawm, parece comenzar a adquirir una nueva fisonomía y longitud que podría abarcar desde fines del siglo XIX hasta nuestros días: un “largo siglo XX” que parece ceder ante la emergencia de un nuevo orden global.

A partir de las transformaciones ocurridas durante el siglo XIX en los planos político, económico, social y cultural, que culminan con las unificaciones nacionales de los Estados europeos hacia fines de ese siglo, ha tenido lugar una ardua y prolongada competencia entre dos de las más grandes creaciones de la modernidad: el estado moderno y la economía de mercado. La unificación territorial de ambas formas permitió asociar estados y mercados con el concepto de sociedad y de nación. Estados y Mercados modernos constituyeron no sólo las dos formas institucionales concretas nacidas de ¨la era de la revolución”, por citar nuevamente a Hobsbawm, sino también dos modos diametralmente opuestos de sustentar el vínculo social a falta de una regulación comunitaria como la existente en las sociedades pre-modernas: el estado, por una parte, a partir de una forma de coordinación política que profita de la verticalidad de la toma de decisiones, el uso legítimo de la fuerza y la comunidad creada por los ciudadanos; el mercado, por el otro, apelando a la autorregulación de las decisiones tomadas de manera descentralizada y la racionalidad de los consumidores individuales. Ambos lograron generar también sus formas típicas de legitimación, que les son conferidas por los principios normativos de la democracia, la igualdad y la solidaridad en el caso del Estado, y por la libertad, la equidad y la eficiencia, en el caso del mercado. Los extremos de ambas opciones fueron mostrados con gran claridad por el antropológo húngaro Karl Polanyi en su obra la Gran Transformación: tanto una sociedad liberada a los caprichos del mercado, como una entregada a los terrores del totalitarismo, podían, cada una por sus propias lógicas autodestructivas, llegar a ver destruidas las bases más elementales de la sociedad: el ser humano y el vínculo social.

La primera y segunda guerras y la posterior guerra fría juegan un papel prepoderante en la historia del enfrentamiento entre estos dos principios. En primer lugar, el reparto del mundo que significó a la vez, la consolidación de los estados nacionales y la ampliación de los mercados y las áreas de influencia; en segundo lugar, la confrontación directa entre estas dos formas opuestas de coordinación social con sus correlatos normativos asociados a discursos políticos.

Una vía intermedia que lograron desarrollar algunos países fue la del estado social, más tarde conocidos como “estados de bienestar” donde se intentan conjugar en mayor o menor medida ambos principios; el contrato social entre capital y trabajo implícito en lo que ha venido a denominarse “modo de regulación fordista” refleja la solución dada en el contexto de la posguerra en los países centrales, y que permitió un período de crecimiento económico y el establecimiento de condiciones de vida inéditos. En el mundo en desarrollo, este período marcó un movimiento masivo de la población hacia la vorágine de la vida urbana y la modernidad, en un proceso no exento de traumas y la persistencia de estructuras atávicas.

La confrontación entre ambos principios se pensó terminada con la caída del comunismo, la crisis de los estados de bienestar y su desmantelamiento, y la conversión de los organismos internacionales desde el énfasis productivista con que surgieron al alero del tratado de Bretton-Woods, a otro meramente financiero y eficientista (es decir, desde una orientación más bien mixta en que la política jugaba un rol fundamental, a otra exclusivamente mercantil).

Mirando retrospectivamente, más allá de los efectos del colapso de la Unión Soviética y la rápida conversión al credo liberal que fue predicada a los ex países comunistas, la jugada magistral del mercado –o en realidad, de sus sostenedores- fue lograr plantearse en la esfera global (gracias a sus características intrínsecas) como el único mecanismo de coordinación capaz de enlazar la creciente complejidad de las interconexiones a nivel planetario sin la aparente necesidad de una autoridad política, esto es, confiando únicamente en los arreglos privados autorreforzantes de organismos como la OMC o el FMI que lograban imponer su propia normatividad mercantilizada a través de sus agendas. Esta “aparente-indiscutible-superioridad” chocaba, sin embargo, constantemente con la realidad y la necesidad de reproducción de las sociedades y de las personas mismas. La creciente necesidad de organismos que regularan los flujos de capital especulativo, que aseguraran la autodeterminación de las políticas nacionales en los países menos favorecidos y que permitieran establecer bienes públicos trasnacionales (una legislación protectora de las personas y su dignidad de carácter vinculante, una divisa internacional para los intercambios, etc.) se hizo evidente con la actual crisis financiera.

La fe en que las “buenas intenciones” de los “emprendedores” que manejan los mercados internacionales iba a ser suficiente para regular esta sociedad global y lograr mayores niveles de bienestar para el conjunto de la población, se transformó abruptamente en condena y desprecio. De todas partes del mundo se clama hoy por una reintegración del estado en la regulación de las economías nacionales. De todas partes, además, se coincide en que los paquetes de medidas propuestas por los distintos estados nacionales no será suficiente para levantar la choqueada economía de libre mercado y sus fatales consecuencias para las personas más vulnerables (para quienes, hay que decirlo, una nueva crisis no es ninguna novedad). Y como si se tratara de reescribir el libro de Polanyi, la constitución del G-20 y las propuestas allí planteadas suponen la necesidad de volver a equilibrar las fuerzas: la autoprotección de la sociedad frente al peligro inminente de su descomposición en manos del mercado autorregulado.

Ahora bien, el nuevo escenario no deja de plantear nuevas dudas igualmente inquietantes de cara al futuro. ¿Podría esperarse de este escenario, un nuevo período de confrontación entre las lógicas opuestas del Estado y el mercado?, ¿de la coordinación política versus la coordinación mercantil? ¿Se dará paso, ahora, abiertamente, a la confrontación bajo la forma de un “choque de civilizaciones”, oriente versus occidente, como propone Samuel Huntington?

Algunos autores plantean la emergencia de un nuevo régimen de regulación a nivel global que estaría regido por la tercera gran creación de la modernidad: la ciencia. ¿Supondrá la nueva etapa, la constitución de una forma de coordinación global basada en el manejo del conocimiento? Esto equivaldría, necesariamente, a la asimilación de las “buenas prácticas” de las experiencias extremas tanto mercantiles como estatales, y también de aquellas vías intermedias, engendrando una nueva normatividad que ya no reverencie tanto a uno u otro polo, sino que se base en el saber acumulado luego de un largo siglo de historia social.¿Habremos llegado, entonces, al fin de la “era de los extremos”?

[1] Por Aldo Madariaga E., Santiago, 2009. aldomadariaga@gmail.com